Gustavo Pereira: La poesía genera cariño aunque el autor sea un malvado
Hay oportunidades que se presentan una sola vez, y en circunstancias poco habituales, como la aventura del encuentro, del viaje, de tener de frente al poeta y descifrarlo a prosa limpia.
Así nos fuimos, camino adentro, fuera de Caracas, trazando una línea recta hasta el estado Sucre, en busca del baluarte de la cultura venezolana: Gustavo Pereira, sorteando carreteras, vendedores de naiboa, camarón y fauna exótica. Con el horizonte al atardecer y el mar a un costado llegamos hasta su puerta, para gozar de su presencia en la celebración del noveno aniversario de la Fundación Ciudad CCS y nacimiento de la Escuela de Comunicación Popular Yanira Albornoz. Menudo lujo. Pero antes, unas preguntas de calentamiento para el retorno.
—¿Qué queda en usted del niño de Punta de piedras?
—Lo que queda es la cultura. Sin duda, tiene mucho que ver con los sentimientos. El ser humano se conforma con una razón y un espíritu, que es el estado de la conciencia sensible, como yo lo llamo. Mi cultura fue fundamentalmente margariteña, en cuanto a valores, gustos culinarios, la presencia del mar como un ser absolutamente omnímodo, sobre todo para mirarlo, no para navegarlo.
La cultura margariteña, a mi juicio, es difícilmente penetrable, aun en mi caso, cuando me tocó salir a tan temprana edad. Mi madre era de allá y mantengo todas esas enseñanzas. Los valores, fundamentalmente. En Margarita, por ejemplo, no había cárceles, no había necesidad de tenerlas.
—¿Los paisajes orientales han sido inspiración para su obra?
—En mi obra está presente no solo el mar como ente, sino lo que tiene relación con él: luz, horizonte, solidaridad, un valor a mi juicio necesario. Difícilmente se sobrevive en soledad; en el mar menos.
—¿Qué nos puede contar sobre el término somari?
—Los somari son poemas breves. Llegaron como producto de tachaduras, poemas mayores con exceso retórico. Fue quedando desnudo y finalmente se convirtió en eso que yo llamo somari. Primero los llamaba poemitas; después me dio un poco de pena el diminutivo en relación con la poesía, y sentí que era una especie de autodegradación. La palabra vino al azar.
—¿Entre sus influencias hay poetas orientales?
—De niño Andrés Eloy Blanco fue uno de mis predilectos. Luego leí mucho a Ramos Sucre. Pero hay un poeta margariteño, Luis Castro, quien murió muy joven, pero se publicó póstumamente un título suyo, Garúa, que es un libro de vanguardia, casi desconocido, que ejerció en mí un gran esplendor.
—¿Cuándo escribió su primer poema?
—A los 12 años. Estudiaba sexto grado en Maracaibo, lo recuerdo muy bien, y tenía un tío político que era capitán de un super tanquero. Me venía de Maracaibo en el barco con él. Zarpaba a las 12 de la noche y desde la cabina del capitán yo me asomaba y veía Maracaibo de noche. Era deslumbramiento. Allí escribí mis primeros versos. Después fue indetenible.
—Su obra ha sido reconocida en vida. ¿Cómo lo hace sentir eso?
—Eso no deja de tener su peligro, pues significa que el olvido va a llegar más pronto. Esas cosas ocurrieron a mi pesar, yo nunca he salido de mi casa, de esta costa.
La poesía genera eso que decía García Márquez, un cariño de los demás hacia uno, independientemente que el poeta pueda ser un malvado. Hay canallas que se dicen poetas y hay gente que jamás ha escrito un verso y es poeta.
Es que la poesía la hizo el hombre para compartir el canto, no tiene sentido una poesía que no se comparte. Muchos tienen timidez y algo que prefiero llamar modestia; otros la perdimos y nos atrevimos a publicar a temprana edad y después nos arrepentimos de haberlo hecho.
—En sus salidas, ¿qué fue lo que más extrañó de Venezuela?
—Todo. Yo fui a hacer un doctorado a París que normalmente tarda cuatro años; yo lo hice en dos. No lo soporté. Estamos hablando de un lugar que para un poeta es un privilegio: bibliotecas, museos, parques, cafés, una ciudad hecha para el disfrute de la humanidad. Lo único malo fueron los policías franceses. Recuerdo que como extranjero, cada vez que tenía que salir de París debía ir a una prefectura en pleno corazón de la ciudad, en Ilo de la Cite; allí era el departamento de migración. Habían unas damas que parecían escogidas para causar terror. Lo trataban a usted como una verdadera basura. Nunca me sentí tan empequeñecido como esas veces que tenía que ir a ese sitio.
Normalmente los habitantes de las capitales son muy engreídos. Yo oía mucho en Caracas “de Petare para allá es monte culebra”, y todavía. Piensan que estar en una capital significa algo especial, pero paradójicamente la mayoría de los habitantes son del interior. Por rebelión yo siempre quise vivir aquí, en mi orilla de playa.
—¿Qué valores deberíamos rescatar los venezolanos en este tiempo?
— Ojalá que aprendamos a leer a Bolívar, sus cartas; leer también las de Sucre y otros próceres que no traicionaron sus principios, los que decían una cosa y no hacían otra. Para ser un verdadero líder hay que tener conducta como la que se pregona. Eso parece ser muy venezolano. Así como construimos muchas repúblicas aéreas, pareciera que cuando decimos las cosas ya las hacemos.
Creo que de todos los males del mundo, la injusticia social es el peor: da paso a la violencia, al odio, la intolerancia, la discriminación, la ambición de poder. Es terrible y es la génesis.
El humano tiene un cerebro animal. Los científicos lo llaman reptilineo. Nos vincula con una parte espantosa, donde se albergan malos sentimientos. La parte racional intenta neutralizar eso; en algunos casos se logra. Una vez se lo dije al presidente Chávez y me dijo: “—¿Esa es una cuestión de poetas o es algo científico?” —“presidente, es algo científico”, le respondí, y después de pensarlo me responde “¡Caramba! Es que aquí hay una gente que tiene el cerebro reptilineo muy desarrollado, se manejan con el odio”.